Esta es la historia de una niña que aprendió a vivir con el
equipo de su tierra y un padre que la enseñó a quererlo.
Corrían los 90 y ya yo andaba jugueteando por la que hoy
considero mi casa: el Heliodoro. Con
tan solo siete años yo ya tenía un pase de esos que decían “hijo de abonado”, y cada quince días, la trasera de los banquillos
era mi jardín de infancia.
El culpable de eso, con un ojo en mí y el otro en el
partido, se sentaba tan sólo unas filas más arriba. Era, y es, mi padre, el
culpable de mi corazón blanquiazul.
Nunca simpatizante de los equipos grandes, hizo que en casa sintiéramos
los colores chicharreros como parte de nuestra vida. Domingos de comida en el Tema, aparcando luego por la piscina
de Santa Cruz y dando un paseo al estadio parando en cualquier entretenimiento
que la Rambla ofreciese. Visitas esporádicas a los entrenamientos de las que
ahora nos reímos al ver las fotos con Alexis,
Juanele o César Gómez. ¿Y cómo olvidarme de esa participación europea? No
sabía casi ni caminar y tenía claro que mi apoyo tenía que ser para los que
jugaban con Felipe Miñambres. De los derbis con los canariones ni hablamos. Mami
madre decía que si metía la foto de los de enfrente en el congelador les saldría
un mal partido. Y, lo que decía ella, iba a misa.
Ahora, unos pocos años después, la visita al templo
blanquiazul sigue siendo asignatura obligatoria. Otra grada, otra manera de ver
las cosas y, sobre todo, otros tiempos no tan buenos. El sentimiento, el mismo.
El que lo creó, dejó de ir al Estadio porque sus nervios lo superaban (y lo
siguen haciendo, pegado a la tele o radio). Eso sí, su legado lo dejó bien
amarrado.
¡Gracias por educarme bien, papi!
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